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        Ese flaco tiene algo que me atrapa. No sé si es la remera de los Redondos que usa hasta el cansancio, el pelo despeinado que le cae en los ojos, o la forma en que camina, como si todo lo que pasa alrededor no tuviera la mínima urgencia para él. Es de esos que parecen vivir en otro ritmo, en una melodía que sólo escucha él, y yo no puedo dejar de mirar. Siempre está por ahí, en el mismo bar, apoyado en la pared con un cigarrillo medio consumido y una birra en la mano, charlando con alguien o simplemente mirando la calle. No lo conozco, pero siento que ya sé un montón sobre él. Que le gusta quedarse hasta tarde escuchando discos, que entiende cosas que otros no ven, y que la vida le pasa suave, sin golpes ni prisas. A veces creo que se da cuenta de que lo miro, y no sé si eso le gusta o si simplemente le da lo mismo. No parece del tipo que se altere por nada. Me gusta eso también, esa calma, esa manera de ser que lo hace distinto, como si viniera de otro tiempo, de otro mundo donde nadie corre. Pero no soy tan tonta. Sé que él también se da cuenta de cómo me quedo ahí, como quien no quiere la cosa, mirándolo cuando no se da cuenta. Y aunque no me hable, a veces siento que me mira de reojo, como si también tuviera algo que decirme, pero se lo guardara, como quien guarda una canción favorita para no desgastarla. Quizás nunca nos hablemos, quizás él seguirá ahí, con su guitarra y su mirada perdida, y yo me quedaré con las ganas de saber a qué suenan sus palabras. Pero hay algo en este misterio que me gusta, que me hace pensar que a veces no hace falta decir nada. Que algunos amores, como los buenos temas de rock, suenan mejor en silencio.. • 𝙴𝚜𝚝𝚘 𝚎𝚜 𝚙𝚊𝚛𝚊 𝚎𝚜𝚘𝚜 𝚊𝚖𝚘𝚛𝚎𝚜 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚞𝚎𝚗𝚊𝚗 𝚖𝚎𝚓𝚘𝚛 𝚎𝚗 𝚜𝚒𝚕𝚎𝚗𝚌𝚒𝚘. 🎸
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        A veces me acuerdo de esas noches en que nos alcanzaba con un peso y un beso. Éramos tan pibes y tan tontos, ¿no? Nos conformábamos con cualquier cosa, cualquier excusa para quedarnos un rato más juntos. Salíamos a la calle con lo justo, con las monedas contadas, y nos creíamos dueños del mundo, como si no hubiera nada más. Como si la ciudad fuera solo nuestra y el resto estuviera de fondo, mirando sin entender nada. "Un peso y un beso, y somos ricos", me decía, y yo me reía. No era por la frase en sí, sino porque de alguna forma vos tenías esa manera de hacer que las cosas más chiquitas parecieran grandes. Entonces, caminábamos, y nos metíamos en cualquier bar perdido, de esos que no cobran mucho y que a nadie le importa. Pedíamos una copa barata y nos quedamos ahí, en silencio o hablando de cualquier boludez, pero sabiendo que no había otro lugar al que quisiéramos estar. Con un beso y un peso, nos sobraba. Y ahora que miro para atrás, pienso en cuánto cambió todo. En cómo después uno se va perdiendo en la rutina, en los problemas, en las vueltas que da la vida. Nos metimos en tantas cosas que a veces cuesta recordar lo simple, lo que realmente importa. Nos olvidamos de que una moneda y un beso podíamos hacernos felices, y empezamos a pedirle más a todo, a la vida, a nosotros. Ahora un beso y un peso ya no alcanzan, parece. Pero, en el fondo, a veces quiero volver a ese tiempo, cuando todo era tan fácil y cuando no hacían falta grandes palabras ni grandes promesas. Solo un beso y un peso en el bolsillo, y las ganas de quedarnos. Capaz eso es lo que llaman nostalgia.
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        Ausencias que arden: 20 años de cromañón Parte I: Flor y Camila se conocieron en el colectivo 109 a fines de 2003. Flor iba siempre con un libro bajo el brazo, y Camila llevaba un walkman con un par de auriculares que compartía con quien se le cruzara. La música fue su excusa para hablarse; Camila escuchaba Sed de Callejeros, y Flor, aunque nunca había sido fanática del rock barrial, reconoció un par de canciones. —¿Te gusta Callejeros? —preguntó Camila mientras sacaba el CD de su walkman para mostrárselo. —No sé… creo que escuché "Una nueva noche fría" una vez, pero no es mi estilo. — Deberías escuchar este disco entero. Es una joya. —Camila le alargó el CD con una sonrisa desbordante—. Me prometes que lo escuchás, ¿eh?. Flor lo llevó a casa por cortesía, pero apenas lo reprodujo una vez. Se sintió rara escuchando algo que no entendía del todo, como si no perteneciera a ese mundo. Se lo devolvió dos días después sin comentarios, pero Camila no se ofendió. Para ella, la música era solo una parte más de su vida. A partir de entonces, se encontraron en el colectivo después de clase. Camila hablaba de sus recitales favoritos, de las veces que había ido a ver a Callejeros en Cemento, y de cómo había ahorrado para comprarse Rocanroles sin destino apenas salió. Flor la escuchaba, aunque no siempre compartía el entusiasmo. "No entiendo cómo alguien puede ser tan feliz solo por ir a un recital", pensaba, pero algo en Camila la hacía quedarse. Ausencias que arden: 20 años de cromañón Parte II: En enero de 2004, después de un viaje al centro para buscar entradas para un recital en Excursionistas, Camila le dijo: —Tenés que venir. Va a ser épico. Los voy a ver en marzo. ¡Es un club, Flor! Es como estar en casa. Flor prometió pensarlo, pero no fue. Camila sí. El 30 de diciembre de 2004, cuando Flor vio las noticias sobre Cromañón, su corazón se detuvo. Sabía que Camila había ido al recital, que era la clase de lugar donde la imaginaba feliz, saltando, cantando a los gritos. Trató de llamarla, pero el teléfono daba vueltas. A los pocos días, supo la verdad: Camila había ido al club tres veces ese año. Solo había vuelto de dos. Flor nunca volvió a escuchar Callejeros por su cuenta. Pasaba de largo por la plaza donde solían encontrarse, según porque el colectivo 109 ya no pasaba por ahí. Y también porque decía que le quedaba más cerca otra parada, pero en el fondo sabía que mentía. Hoy, cuando viaja a dar clases en una escuela nocturna, Flor cruza la Avenida San Martín con la misma sensación de un círculo que nunca se cerró. "Camine rápido, evite mirar los carteles viejos en la parada y nunca hable con los pasajeros del colectivo". Pero cuando escucha por casualidad alguna canción de Callejeros en la radio, a veces, muy bajito, susurra: —Lo escuché. Y todavía no lo entiendo.
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        Ahí estábamos, en medio de la 9 de Julio, sintiéndonos los dueños de Buenos Aires. Las luces del Obelisco, el ruido de los colectivos, los autos pasando sin parar... y nosotros, como dos locos, sentados en el borde del cordón, fumando un pucho compartido y riéndonos de cualquier pavada. Cómo en los viejos tiempos. Éramos nosotros contra el mundo, o eso queríamos creer.
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        Hay algo en esas mentiras de cuarta que me revienta, ¿sabes? Como si no me diera cuenta. Como si no viera que cada vez que hablás, lo haces para zafar, para no quedar mal, para que no me dé cuenta de que te importo poco y nada. Decís lo justo, lo necesario, me tirás dos frases lindas y listo, problema resuelto. Pero a mí no me engañás. Esas mentiras truchas, hechas a las apuradas, son casi una falta de respeto. Porque si vas a mentir, al menos esforzate, hazme creer por un rato. Pero no. A vos te da igual. Te conformás con una excusa barata y chau, a otra cosa. Total, ya sabes que me quedo. Que aunque me dé cuenta, aunque lo vea clarito, sigo acá. Porque así de boluda soy. Y mientras vos te inventás esas historias de media fila, yo me como el cuento, me convenzo de que capaz exagero, de que capaz soy yo la que pide demasiado. Me hago la película de que capaz tenés razón, de que estás ocupado, de que sos así. Pero en el fondo sé que es mentira. Que no hay nada más detrás de esa excusa floja, que no hay ni ganas de que esto funcione. Y ahí estoy, creyéndote, aferrándome a esas mentiras barretas, porque, al final, prefiero eso a la verdad. Prefiero eso a admitir que ya no queda nada. Entonces, cada vez que me mirás y me decís otra de tus pavadas para que me quede tranquila, cierra los ojos y hago de cuenta que me la creo. Porque prefiero una mentira barata a un adiós definitivo. Porque, al final del día, me da más miedo la soledad que tus mentiras de cuarta.